Desde mi infancia los profesores y profesoras, con los que tuve relación escolar, dejaron una huella muy profunda. No podré olvidar mientras yo viva a la “maestra” Elvia, del preescolar, nivel que en aquellos tiempos, los sesentas, se llamaba Kinder. Ella experimentó con nuestra generación y logró que saliéramos de su institución ya con el primer año de primaria cursado. ¡En aquellos tiempos, en los que no se ponían de moda las competencias, ni los métodos de proyectos! Ella se desvivió por nuestra formación y desarrollo intelectual, nosotros terminamos bien preparados y, desde luego, enamorados de esa gran personalidad. Hoy, cuarenta y tantos años después, sigo enamorado de Elvia pero, lo más importante, creo, como ella lo creyó y lo actuó, que al alumno se le debe de querer siempre, no importa cómo sea, qué tanto desarrolle o responda a nuestras expectativas, quererlo por sobre todas las cosas… esa fue la gran enseñanza de aquella maestra, sí, Maestra, aunque nunca haya alcanzado ese grado de educación formal. Pongo el ejemplo de mis primeros contactos con los trabajadores docentes, sólo para dejar muestra que confirme mi primera afirmación: la impronta que dejaron en mí. Porque podría contar el del profe Pablo, que me enseñó los “quebrados” en tercero de primaria y jamás se me olvidaron, o el del profe Rosendo que nos ponía a leer los Supermachos y otros textos y luego a debatir; contar, contar, pero el espacio aquí no lo permite ni soy tan cruel para torturarlos tanto. Y así, no es de extrañar que, saliendo de la secundaria, como era posible en ese entonces, me decidiera por ser profesor. Además, en unos añitos, con sacrificios claro, podían tener casa y hasta ¡un carrito! ¿Qué más podía pedirle a la vida, a la vida de pobreza en la que me debatía? Pero no, no se me hizo de inmediato, sólo pude hacer examen de admisión en un CETA, Bachillerato con especialidad, la normal estaba en la capital y no había recursos. Tendría que pasar un año como preparatoriano técnico para que la oportunidad llegara: la ENaMaCTA (Escuela Nacional de Maestros de Capacitación para el Trabajo Agropecuario), internado, ofreció a mi escuela 12 becas a las mejores calificaciones en la especialidad. Ni tardo ni perezoso me embarqué en la aventura.
En cuanto terminé los estudios en la ENaMaCTA empecé los de Normal Superior, y apenas trabajé un año como profesor técnico en secundarias, cuando ya tenía la invitación para fundar una preparatoria, en una región serrana, olvidada. No lo pensé dos veces, me volví a embarcar, a vivir sin sueldo, con sólo comida y techo proporcionado por los pobladores. La preparación académica personal también era poca y el esfuerzo para hacer el mejor papel debía ser inmenso… y lo hice. Paradojas de la vida, son los mejores años de mi vida como docente, con las mayores satisfacciones. Nuestra casa era eso y biblioteca, lugar de estudio, de discusión y de sueños, para profesores y alumnos. De esa generación hoy existen médicos, agrónomos, economistas, matemáticos. Algunos egresados de la UNAM y algún otro que, de ahí, sus profesores, sorprendidos por su preparación, lo empujaron hacia el extranjero y allá terminó su carrera. Pero allá estábamos olvidados, alejados del sistema educativo, donde sí nos importaba el trabajo a-ca-dé-mi-co. Los que iniciamos el proyecto nunca pedimos frutos para satisfacer nuestros intereses, y cuando la escuela empezó a ser reconocida por el sistema educativo dijimos adiós, parafraseando a John Lennon: el sueño había terminado. ¿Cómo explicar el impacto que logramos, académicamente hablando, sin los modelos educativos hoy, y desde hace algunos años, en boga…? Pero las glorias del pasado son eso, simples glorias del pasado de las cuales no puedo seguir viviendo en el presente. Hoy tengo que responder por lo que hago, y lo que hago es lo que soy.
Hace dieciséis años que de nuevo laboro en el nivel medio superior y ha significado un verdadero reto. En primer lugar, porque las necesidades del sistema y de la institución y las de uno mismo obligan, de pronto, a hacerle al todólogo; hay que aprender y aprender rápido, porque “tienes” una nueva asignatura. Luego, los grupos, numerosísimos. Después, la actualización, que la dan a cuentagotas y sin sistematización. Y por último, lo administrativo, siempre en conflicto con lo académico y, en la mayoría de las veces, importa más lo primero que lo segundo. Si a esto le agregamos el conflicto generacional y la necesidad de un segundo trabajo, me puedo representar como un garboso torero, capote en mano. La comparación representa los claroscuros de la situación: el garbo representa lo orgulloso que me siento de pertenecer a mi centro de trabajo identificándome con compañeros que, igual que yo, se ponen la camiseta y enfrentamos todo lo adverso; lo de torero significa lo consciente que estoy de la situación compleja que es la docencia, más en los tiempos actuales, y que a pesar de todo ahí estoy, armado a lo mejor con mucha más pasión que arte pero jugándomela, y transmitiendo a los demás ese sentimiento para que vean que lo que hago no es un simple juego; el capote simbolizaría, en mí, la necesidad de sólo darle la vuelta a todo ese cúmulo de situaciones con las que no estoy de acuerdo, que quisiera cambiar, pero soy consciente de que son imposibles, por eso simplemente las capoteo. Sin embargo, puedo decir y desprender de lo dicho, que tengo como motivos de satisfacción: el hecho de estar donde estoy por méritos propios, por personal esfuerzo; por haber tenido hasta hoy fuerzas para decirle no a la corrupción; por saber que mis alumnos saben que podrían criticarme y cuestionarme por muchas cosas, tal vez, pero nunca por deshonestidad y falta de entrega en mi trabajo. Mi insatisfacción es una pero es inmensa: no poder dar “la ración suficiente” de aprendizaje significativo y para la vida, que tanto merecen y necesitan mis alumnos.
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